Como vimos,
los signos lingüísticos son realidades abstractas en las cuales una materia
significante se relaciona con una idea o concepto (significado). También vimos
que no existe relación directa o inmediata entre el lenguaje y la realidad. En
este capítulo resumo algunos aportes que la filosofía del lenguaje ha realizado
para comprender la relación entre lengua y realidad.
Primero,
ubico al lenguaje dentro de la compleja trama de relaciones simbólicas que
constituye la cultura y a la cual Lotman le llamó “semiósfera”. Luego, acudo a
algunos autores que han analizado la relación que nos ocupa para determinar si
el lenguaje traduce, determina o vehicula al pensamiento. Finalmente, me
detengo a analizar cómo la lengua constituye un “modelo” del mundo o un proceso
de modelización de la realidad.
3.1.
Lengua y cultura[1]
Ya vimos
que los signos en general y los lingüísticos en particular no guardan una
relación directa con el mundo material. Para definir a un signo, acudimos a
otro signo a partir de convenciones. Las palabras se relacionan con las ideas y
no con la realidad concreta.
Sin embargo, el
concepto de “realidad” que cada persona tenga depende de su visión del mundo.
Prada Oropeza (1999) afirma que el mundo que cada individuo conoce está
previamente organizado por la cultura en la cual se inserta e integra. De esa
cuenta, si bien las concepciones que cada quien tenga se insertan en el eje de
la conciencia subjetiva; se nutren y tienen su origen en el eje de la sociedad
en la cual el sujeto se desarrolla como tal.
Así, el mundo adquiere
sentido cuando nos insertamos en él. Recibimos de nuestra sociedad una serie de
valores tácitos o explícitos que condicionan nuestra visión de las cosas. El
mundo adquiere sentido cuando el ser humano le aplica su sistema de valores. El
hombre humaniza el mundo; lo convierte en una serie infinita de satisfactores
para sus necesidades. Los valores regulan nuestra conducta y provocan las
elecciones a las que la libertad conduce.
La idea de “mundo” o
de “realidad” es una construcción semiótica y depende de la visión general, de
las concepciones filosóficas (conscientes o inconscientes) del hombre. Sin
embargo, la mayoría de personas no se detiene a meditar acerca de qué es la
realidad. Da por sentado que esta es lo que rodea su diario existir. Es decir,
en la cotidianidad, más que a las grandes teorías filosóficas acudimos al
sentido común para conformar nuestro “criterio” o nuestras opiniones sobre lo
que nos rodea. Así, Para Oropeza afirma que “(…)
el mundo para el hombre común, la “realidad” es, en primer lugar, la vida
cotidiana(o la del sentido común, como diría Greimas): para el hombre común,
la vida cotidiana se presenta como una realidad interpretada por sus semejantes
como un mundo coherente” (1999:24). De acuerdo con ello, la vida cotidiana
con la que se enfrenta el sujeto le aporta una realidad ordenada coherentemente
y en la cual se encuentran, explícitas o implícitas, relaciones jerárquicas de
organización.
El hombre ingresa en
su mundo y lo convierte en una serie infinita de significados y en una gran red
de relaciones. A la suma total y totalizadora de estas las llama “cultura”.
Pero la cultura
necesita de la lengua para manifestarse. Halliday (2001) apunta que en el
desarrollo del niño como ser social el lenguaje desempeña la función más
importante para la adquisición de los modelos de vida y para que este pueda
actuar como miembro de su sociedad. Por medio del lenguaje el niño adopta su
cultura, forma de pensar, creencias, valores, etcétera. Pero la lengua que sirve
al niño y a todas las personas, es la cotidiana, la que aprende en casa, con
sus amigos, en la calle. Es esta y no la académica, la que configura en mayor
grado el universo de valores culturales que el niño hace suyos y que toma de su
sociedad.
Por supuesto,
siguiendo a Habermas, en la medida en la que el individuo desarrolla su
universo moral, ensancha más sus concepciones; adquiere de otros grupos cada
vez mayores, los valores que le permiten construir una moral postconvencional
superior[2].
Dada la anterior
definición de cultura, es necesario indagar acerca de cómo construyen las
personas su universo cultural. De acuerdo con Prada Oropeza, el ser humano vive
en el mundo a partir de una infinita red de relaciones significativas “(…) todo lo que toca lo convierte en un
objeto con sentido humano, con sentido para el hombre; lo introduce, en suma,
ipso facto, en una red de relaciones, cuya suma total y totalizadora llamamos
cultura y cuyas prácticas particulares, son las semiosis constitutivas de las
semióticas particulares (…)” (1999:22)
De esa cuenta, la
cultura privada de un individuo se construye a partir de los diferentes
lenguajes y significados que aprende en sociedad. Por supuesto, cada individuo,
a tenor con el planteamiento de Marx, modifica y transforma esos valores. En
este sentido, entiendo por lenguaje a cualquier sistema de signos y
significaciones por medio de los cuales el ser humano convive en sociedad.
Dentro de esa gama infinita de lenguajes, la lengua es la principal fuente de
creación cultural. De ahí que, “En el
desarrollo del niño como ser social, la lengua desempeña la función más
importante. La lengua es el canal principal por el que se transmiten los
modelos de vida, por el que aprende a actuar como miembro de una ‘sociedad’
–dentro y a través de los diversos grupos sociales, la familia, el vecindario,
y así sucesivamente– y a adoptar su ‘cultura’, sus modos de pensar y de actuar,
sus creencias y sus valores” (Halliday, 2001:18)
3.1.1. Lengua y semiósfera
Desde la
filosofía kantiana sabemos que no conocemos la realidad tal cual. La realidad
se nos presenta siempre a partir de los signos que de ella hemos construido
para poder conocerla. Accedemos a ella por medio de los conceptos abstractos
que la traducen y perfilan. Lotman (1996) hablaba de “semiósfera” al referirse
al mundo dentro del cual interactuamos con los demás y producimos cultura.
Nuestra visión de la realidad depende de ese mundo de signos en el que se
entrecruzan diferentes culturas, saberes, valores y juicios. Holliday señala
que “Una realidad social (o una
‘cultura’) es en sí un edificio de significados, una construcción semiótica”. (2001:10)
El individuo se
integra a su grupo social a partir del desarrollo de sus competencias
semióticas: aprende a comunicarse a través de un idioma; se relaciona por medio
de los ritos sociales; absorbe la cultura por medio de sus tradiciones. En
todos esos ámbitos desarrolla competencias semióticas. Su acceso a la realidad
está siempre mediado por las coordenadas culturales que su circunstancia social
le aportan. Aprende a ver el mundo, la realidad a partir del prisma de los
lenguajes que adquiere en sociedad. Por supuesto, su desarrollo ulterior le
permitirá consolidar o modificar la cultura inicial; pero esta le sirve siempre
como el punto de partida.
Ya vimos que un
lenguaje es siempre la manifestación de una forma determinada –siempre parcial–
de ver la realidad que comunica. El lenguaje por antonomasia es el lingüístico.
Por supuesto, no es el único y, según cómo se vea, también puede no ser el más
importante. Con la irrupción de los medios se privilegió la imagen como
lenguaje por excelencia. Sartori afirma que vivimos en la “iconósfera”
parafraseando un tanto la tesis de Lotman relativa a la semiósfera.
Pero
intelectuales como Eco (2004) afirman que, mientras los apologistas de los
medios alzan triunfales la voz de la omnipresencia de la imagen, el desarrollo
acelerado de internet manifiesta el retorno triunfal de la palabra. Más allá de
iconistas y lingüistas, lo cierto es que el ingreso a la sociedad significa la
aprehensión de una serie infinita de lenguajes a través de los cuales el
significado de la realidad se nos presenta.
Los diferentes
lenguajes se interrelacionan y es imposible separarlos en la práctica. De
hecho, cualesquiera de los lenguajes “Solo
funcionan estando sumergidos en un ‘continuum’ semiótico”. (Lotman,
1996:22). Es decir, las palabras solo pueden significar algo a hablantes que
comparten elementos culturales, los cuales abarcan el dominio de una gran
cantidad de códigos y sistemas semióticos. Lo mismo una caricatura, un programa
de televisión, un oficio religioso. Cualquier código se nutre de los otros con
los que comparte la semiósfera de cada individuo o grupo. “La semiósfera es el espacio semiótico fuera del cual es imposible la
existencia misma de la semiosis”. (Lotman, 1996: 24)
Las relaciones
humanas solo pueden realizarse dentro de ese espacio abstracto. La construcción
del significado se realiza siempre al interior de ese conjunto de sistemas
semióticos. De hecho, para que algún elemento de la realidad adquiera sentido,
al individuo (…) le es indispensable
traducirlos a uno de los lenguajes de su
espacio interno o semiotizar los hechos no semióticos”. (Lotman, 1996: 24)
Por supuesto, tal
como lo establece Lotman, lo anterior no significa una asimilación pasiva y
total. Por el contrario, implica una adaptación semiótica de sus elementos al
sistema semiótico propio.
3.1.2. Cultura y
socialización
Dado que el
individuo se inserta en un mundo cargado de significados, estos le ofrecen ya
una visión particular de la vida y de la realidad. Por ello, el proceso de
socialización por el que atraviesa todo individuo viene acompañado del proceso
de asimilación cultural.
Pérez Gómez define a la socialización como “(…) el proceso por el cual cada individuo
mientras crece y satisface sus necesidades vitales adquiere los significados
que su comunidad, amplia o restringida, utiliza para desenvolverse en el
escenario que habitan; ideas, códigos, costumbres, valores, técnicas,
artefactos, comportamientos, actitudes, formas de sentir, estilos de vida,
normas de convivencia, estructuras de poder… (…) es la herramienta central para
que las nuevas generaciones incorporen las adquisiciones acumuladas durante el
proceso de humanización de la especie”. (2006:7-8). El autor afirma que el
proceso de socialización es básicamente conservador ya que se limita a la
transmisión de significados (cultura) ya establecidos y dados como buenos. En
cada sociedad se crean grupos de poder; estos detentan no solo el poder
económico sino, con ello, el cultural. De esta cuenta, son quienes deciden qué
es bueno y qué es malo. La transmisión de cultura (la socialización, en
términos de Pérez Gómez) se convierte en un proceso legitimador del statu quo.
El mismo autor señala
que los grupos de poder procuran la imposición abierta o encubierta de un
modelo cultural, de una forma de ver la vida. Sin embargo, este modelo, estos
significados se ofrecen como la forma más plausible de concebir la realidad. De
esa manera se garantiza que esta no será cuestionada ni transformada. Cuando un
ser humano toma conciencia del carácter ideológico o parcializado de los
valores culturales, está en la posibilidad de vislumbrar alternativas a los mismos.
Es decir, cuestiona las estructuras sociales existentes, identifica los
intereses que existen en su base y propone alternativas para mejorar. Ello,
obviamente, es nocivo para los intereses de los grupos que detentan el poder.
3.2. Lengua y
pensamiento
Aunque los signos son
realidades abstractas que solo se explican a partir de otras realidades
similares, su función es instrumental: sirven para comunicar la realidad.
La relación entre
lengua y pensamiento ha ocupado a varios filósofos a lo largo de la historia.
En este acápite sintetizo los aportes de Conesa y Nubiola relacionados con las
tres posturas filosóficas básicas al respecto:
·
La lengua
como traducción del pensamiento
·
La lengua
como determinante del pensamiento
·
La lengua
como vehículo del pensamiento
Según los autores
citados, la primera postura plantea que la lengua no es más que el signo del
pensamiento; el código que traduce las ideas y los conceptos que existen en el
cerebro humano pero sin “forma”. Según esta visión, el pensamiento se formaría
al margen del lenguaje y podría comunicarse al ser traducido o codificado con
palabras. Esto implica que lenguaje y pensamiento son dos realidades
independientes.
Esta postura
filosófica, desarrollada por la filosofía de la conciencia, plantea que el lenguaje
es individual: cada persona “traduce” sus ideas en palabras y las comunica. Sin
embargo, ha recibido varias críticas. La principal es su carácter subjetiva: si
cada individuo traduce su propio pensamiento en palabras, sería extremadamente
difícil coincidir con los demás y la comunicación sería punto menos que
imposible.
La segunda postura es
opuesta a la anterior. Plantea que el lenguaje configura completamente al
pensamiento. A esta corriente se le llama “relativismo lingüístico pues planta
que cada comunidad lingüística configura su propia visión del mundo. Desde el
siglo 19 se realizaron investigaciones que confirmaban la relación entre la
estructura de una lengua y el tipo de cultura a la que pertenece. De esa
cuenta, uno de los principales principios es que “(…) el lenguaje de una comunidad es el organizador de su experiencia y
configura el ‘mundo’ y su ‘realidad social’” (Conesa y Nubiola, 1999:89).
Al llevar al extremo
este principio se establece que la conducta de una comunidad está determinada
por la lengua que habla. Ello implica que las estructuras gramaticales no son
meras fórmulas fonéticas sino son el pensamiento mismo. Conesa y Nubiola
sintetizan este posutlado así: “La
formulación de las ideas no es un proceso independiente, estrictamente racional
en el viejo sentido, sino que parte de una gramática particular y difiere de
modo muy variable de una gramática a otra”. (1999:91).
Las críticas que se
hacen a esta postura confluyen en evidenciar una contradicción: si nuestra
lengua configura nuestra visión del mundo, esta no podría cambiar nunca; por lo
tanto, no podríamos aprender otra lengua porque ello implicaría adquirir otra
visión del mundo y no podríamos tener ambas visiones a la vez. En todo caso, el
relativismo lingüístico es, en sí mismo, relativo. Y, en todo caso, como
señalan nuestros autores, “Parece más
razonable decir que las palabras ‘predisponen’ a favor de ciertas líneas de
razonamiento, en lugar de que determinan realmente nuestro pensar”. Con
ello se comprende mejor la tesis de Habermas descrita páginas arriba: nacemos
dentro de un universo de valores, pero este es modificado o enriquecido en la
medida en que nos relacionamos con otras culturas. De ahí que nuestra visión
del mundo no esté predeterminada, sino solo inicialmente predispuesta. Será el
desarrollo cultural del individuo lo que marque la pauta para que su universo
se ensanche o empobrezca.
La tesis que más
convence a los autores que consulto para este tema es la tercera, la cual, de
alguna manera, concilia las dos anteriores sin caer en el eclecticismo: el
lenguaje es un vehículo del pensamiento. Este planteamiento (…) da cuenta de la vinculación entre
pensamiento y lenguaje y, a la vez, de su distinción. (Conesa y Nubiola,
1999:94).
La tesis fundamental
de esta postura filosófica radica en asumir que la lengua es un instrumento
para la comunicación. De esa cuenta, no es una mera traducción del pensamiento,
sino un vehículo (…) porque lo contiene y
expresa de modo que propiamente no hay distancia entre pensamiento y lenguaje
(…) el lenguaje es el vehículo del pensamiento porque contiene lo pensado. (…)
np es un vestido o revestimiento externo del pensamiento, sino que es esencial
al pensamiento” (ibídem).
Esos significa que no
pueden presentarse ambos por separado, tal como lo establece la teoría de los
signos: siempre que hay un significante, es porque existe un significado y
viceversa. El dominio de una lengua presupone el conocimiento de la realidad
que esa lengua presupone y de la que trata. Por ello, aunque el lenguaje
contiene al pensamiento, lo transporta, no lo determina. De ahí que pensamiento
i lenguaje sean dos caras de la poiesis, característica
esencial y primordial del ser humano.
3.3.
Lengua y modelización del mundo[3]
Ya sabemos
que la lengua no es un reflejo directo de la realidad. Como vehículo del
pensamiento solo puede reflejar una parte del mundo externo: la que la persona
conoce. Por ello, cada individuo conoce solo algunos aspectos de la realidad.
Nunca todos. Esos conocimientos que obtiene le hacen construir, en su mente, un
“modelo” del mundo. Así
se entiende mejor la afirmación popular de que “cada cabeza es
un mundo.” En realidad, en cada “cabeza” humana se
construye una interpretación parcial del mundo. Por ello, un mismo hecho o
fenómeno genera infinitas interpretaciones. Cada interpretación responde a esa
visión que de la realidad posee cada persona.
Ahora bien,
nuestra visión del mundo solo la conocemos por medio de la lengua que usamos.
Por lo tanto, nuestro lenguaje solo podrá nombrar la parte del mundo que
conocemos y, en consecuencia, también comunicará el modelo que de la realidad
tengamos. La lengua constituye, entonces, una modelización de la realidad. Esto
significa que cada hablante comunica con las palabras los conocimientos que
posee.
La cantidad
de palabras que se dominen traducen la cantidad de conocimientos que se posean.
A mayor dominio de vocablos, mayor desarrollo de ideas, y viceversa. Ahora
bien, una persona solo posee los conocimientos que su lengua le permiten
conocer. Eso significa que no existen conocimientos sin palabras o signos que
los comuniquen.
Los límites
del conocimiento de una persona se evidencian en el lenguaje que utiliza. Es
decir, cada ser humano conoce lo que las palabras que domina le permiten
conocer. Cuando se adquiere un conocimiento nuevo es necesario aprender también
una o varias voces nuevas. Si esto no ocurre, es necesario asignar un nuevo
significado a una palabra que ya se utilizaba pero de manera diferente. Por
ejemplo, cuando empezamos a estudiar lógica, necesitamos aprender palabras
nuevas como silogismo, falacia, premisa. Al conocer estas empezamos a conocer
su significado y a dominar la lógica.
Pero las
palabras son sociales. No las crea y utiliza un individuo a su antojo. Las
comparte socialmente. Por lo tanto, lo mismo le pasa a los pueblos. Cada grupo
social utiliza determinadas palabras. Cuando llega un conocimiento nuevo se
hace acompañar también de palabras nuevas. Ahora se habla de chatear, de
un sitio en la web o de utilizar el ratón. Estas palabras y
frases eran imposibles hace unos veinte años.
Esto
también ocurre en grupos más específicos o en diferentes estratos sociales.
Quien vive en una ciudad, desconoce las diferentes especies de plantas que
crecen en el campo. Puede decir cómodamente “monte” y en esa palabra engloba por lo menos unas veinte especies diferentes
de seres vegetales. En cambio, un campesino sabe diferenciar cada una de esas
especies, conoce su utilidad y algunas características. Por ello, puede nombrar
cada planta con una palabra específica. Lo que nuestro vocabulario y
conocimiento citadinos reduce a una palabra, en el campesino se manifiesta en
veinte distintas que reflejan veinte conocimientos específicos y diferentes.
Por lo
tanto, la lengua no es una copia directa de la realidad. Solo constituye una
forma de ordenar, en el pensamiento, los datos que conocemos de la realidad. Un
idioma, como el español, sirve como vehículo a cierto número de usuarios para
comunicar sus pensamientos. Cuando en el habla no existen suficientes palabras,
se tiene que construir nuevas: se le prestan a otra lengua, se utilizan viejas
palabras con nuevos significados, se construyen nuevas, etc.
De lo
anterior se deduce que si existen muchos idiomas en el mundo es porque existen
muchas formas de conocer la realidad. Cada idioma ofrece muchas palabras y
construcciones que permiten a sus hablantes conocer el mundo. Como afirma
Mounin, “(...) cada lengua corresponde a una
reorganización, que puede siempre ser particular, de los datos de la
experiencia; (la
estructura) de la lengua es precisamente la manera según la cual se analiza,
se ordena y se clasifica la experiencia común a todos los miembros de una
comunidad lingüística determinada.” (Mounin: 1976:63). Por ejemplo, nosotros
nombramos el agua congelada en las regiones polares con el nombre “nieve” Sin embargo, las culturas
aborígenes de Canadá poseen 14 palabras para nombrar a igual número de
realidades diferenciadas que para nosotros serían simplemente “nieve”.
El hablante
de un idioma determinado mira el mundo de acuerdo a como su lengua lo tenga
organizado. Ello se demuestra en el hecho de que para aprender un idioma no
basta con traducir las palabras. Es necesario aprender a pensar en él; a
concebir al mundo desde el prisma que esa lengua le ofrece. El propio Mounin
continúa diciendo al respecto “(...) cada lengua refleja y comporta
una Weltanschauung,
una visión del mundo; que una lengua es un prisma a través del cual sus
usuarios están condenados a ver el mundo (...)”. (Ídem: 63).
Por
supuesto, cada hablante posee su idiolecto; su forma particular de utilizar la lengua de su
comunidad. Aunque un grupo de personas hable el mismo idioma, cada uno lo hace
de diferente manera. Existen tantos idiolectos como personas hablantes de una
lengua. Eso le permite
a cada individuo modificar o profundizar la visión del mundo que su lengua le
ofrece. Empero, cualquier nueva propuesta de visión del mundo tiene como base y
como génesis la sustentada en la estructuración de la lengua en que se escribe.
Ahora bien,
la lengua responde a las necesidades comunicativas que tengan sus hablantes.
Ese prisma que constituye la lengua se construye a partir de la realidad
cultural de su sociedad. Es decir, existe una relación dialéctica entre
lenguaje y cultura. La realidad cultural moldea la realidad lingüística. A la
vez, la realidad lingüística modeliza la mentalidad de los individuos de su
sociedad.
Cuando los
españoles conquistaron a los pueblos aborígenes de América, les impusieron su
lengua. Al aprender a hablar español los americanos adquirieron muchos patrones
culturales y mentales europeos. Sin embargo, no desaparecieron a la cultura
aborigen. La realidad geográfica les demandaba conservar inalterables muchas de
las relaciones hombre - naturaleza establecidas a lo largo de los siglos. De
esa cuenta, el español hablado en América fue paulatinamente diferenciándose
del hablado en España. Se impregnó de muchos vocablos y frases propias de los
lenguajes aborígenes. Esos cambios ocurridos en el idioma respondían a las
necesidades comunicativas propias de la cultura de los pueblos americanos
conquistados.
Se dice que
un lenguaje es una modelización del mundo porque constituye un modelo o molde
que sirve a los hablantes para conocer e interpretar la realidad. Si una
persona viaja a un lugar lejano y desconocido, observa muchas cosas que no
conoce. Cuando regresa y quiere transmitir sus nuevos conocimientos, busca en
sus palabras los moldes para esos conocimientos. Por ejemplo, cuando Marco Polo
viajó por Asia se encontró con un animal que tenía un cuerno a mitad de la
cara. No existía en Europa un animal parecido por lo que tuvo que compararlo
con un “unicornio”, animal mitológico ya existente en la cultura europea. El “molde” de su idioma le ofrecía esta
palabra. Como no era exactamente un unicornio, utilizó otros adjetivos como “gordo”, “rugoso”…, por lo que en
la mentalidad europea se asumió que se trataba de una especie de caballo gordo
con un cuerno. El animal que trató de describir era un rinoceronte el cual,
visto ahora, desde nuestra realidad cultural, no se parece a un caballo. Por
supuesto, los nativos de los lugares visitados poseían ya una palabra
específica para nombrar a estos animales (el equivalente a nuestra palabra “rinoceronte”).
Como las comunicaciones en aquellos siglos eran mucho más lentas, pasaron
muchos años para que se enmendara el error.
[1] Las siguientes páginas fueron tomadas (con las supresiones y los
agregados pertinentes) de mi tesis doctoral Cultura
privada y actitud académica del estudiante universitario.
[2] Habermas plantea tres estadios
en el desarrollo moral del individuo: en la etapa pre-convencional el individuo hace suyos valores impuestos por una
autoridad: los padres, líderes religiosos, etcétera. En la etapa convencional, el individuo se inserta
en su comunidad, hace suyos los valores de esta y los practica. La etapa pos-convencional es la de la autonomía
moral. El individuo ensancha los horizontes de su cultura originaria; tiende un
diálogo entre sus valores y los de otras latitudes; a partir de ello, descarta
valores de su propia cultura que puedan ser contrarios a su visión del mundo y
enriquece sus valores con los provenientes de otras culturas que puedan ser más
congruentes con los valores humanos universales. Todo ello ocurre con la
intermediación de la lengua, como soporte del pensamiento.
[3] Este texto fue tomado del
documento Identidad de la literatura
hispanoamericana. Le realicé algunas modificaciones mínimas para mis
estudiantes de Lingüística general.
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